No es fácil tener un cumpleaños feliz cuando es el día al que dedicas un año para que pase desapercibido. De pequeña no lo celebraba porque me daba mucha vergüenza que me felicitaran. A mí me gustaban los cumples de los demás, pero no el mío.
Ayuda también no tener una fecha definida en la que celebrarlo. En mi casa siempre fueron dos. La que marca mi carné de identidad, y la otra, la que juraba mi madre, que era un día después. Un error burocrático en el registro civil o un fallo en la memoria materna que se convirtió en fecha no oficial después de que falleciera. Tengo dos cumpleaños y no sé cuál es el bueno. Igual sí lo sé, y es el del DNI, pero no quiero que sea ese. Qué más da. El caso es que odio las fiestas sorpresas.
El sábado fue mi cumpleaños, y estaba convencida de que me iban a hacer una. Basta que digas que no la quieres para que alguien muy listillo deduzca que, aunque digas que no, en realidad sí, y luego acabas abriendo la puerta de tu casa, recibiendo un '¡Felicidades!' en toda la cara y pensando que si fuera una broma casi tendría más sentido. Con suerte te encuentras a tu jefe borracho en la puerta porque llega tarde y le cantan la canción a él mientras tú te escapas de puntillas (querido Don Draper, todo lo que te habrías ahorrado si se te hubiera ocurrido esto a tiempo...).
Todo esto se me pasa por la cabeza el sábado mientras subo por las escaleras de casa de Elena, con una botella de vino en la mano me y paro a respirar en el descansillo del tercero. Por la tarde me había llamado anunciando que iba a hacer una cena, nada importante, las cuatro de siempre. Mientras espero en la tienda a que me envuelvan el vino me asalta la terrible idea. No me ha felicitado y va a hacer una cena. Huele mal. Pero soy más lista, y la llamo.
'Me sobran dos horas... ¿Me paso ya y te ayudo? No tengo nada que hacer.'
'No, no. Mejor no, tía, que estoy liada y quiero aprovechar para hacer unas cosas antes...'
Dos horas pesan mucho cuando hace calor y sabes que te van a regalar una humillación pública. Pienso en ello. ¿Quién diablos va a venir? Familia no, por favor. Si yo me hiciera una fiesta no sabría a quién invitar, ¿cómo lo van a saber ellas? Me imagino mi reacción y fantaseo con las diferentes opciones. Desde la indolencia a la violencia, todas pasan por darme la vuelta y marcharme.
Y estoy sentada en el rellano con la botella entre las manos, segura de que si la abro y me la bebo ahí me lo pasaré mejor, o me olvidaré de ello. También pienso que no puedo fallarles y que, aunque no quiera, acabaré fingiendo sorpresa y emoción. Siempre he pensado que una fiesta es para quien la organiza, no para el que la recibe. No les puedo hacer eso.
Cuando llamo a la puerta oigo un '¡espera, espera! ¡Un minuto!' y se me sale el corazón por la boca. Debo estar verde porque cuando por fin me abre Elena, envuelta en una toalla y con el pelo mojado, me mira con cara de espanto.
'Tía, ¿te encuentras bien? Que tienes muy mala cara, ¿eh?'
'¿Y la fiesta?'
'¿Qué fiesta?'
'La de mi cumple.'
Entonces se lleva la mano a la boca.
'¡Mierda! ¿Pero no era mañana?'
Y vuelvo a nacer. Me partí de risa y el primer trago de vino me supo a vida. Cenamos en la cocina e hicimos unos espaguetis con tomate, berenjena y albahaca, y creo que fue el mejor cumpleaños de mi vida: improvisado, desapercibido, sencillo y con gente a la que quiero de verdad.
Gracias.