miércoles, 28 de marzo de 2012

21.


Debajo de la oficina hay una cafetería pequeña a la que van todos los currelas de la zona, porque hay café para llevar y es barato, y donde las cuatro mesas están siempre ocupadas por parejas de funcionarias con caras cenicientas que desayunan de 9.30 a 11.30. Me gusta bajar a deshoras, para encontrármela vacía porque me agobian las prisas de la gente ávida de cafeína por la mañana. Suele haber una cola, que va desde la barra hasta la puerta, de trabajadores que no quieren subir a la oficina y que inventan trucos extraños para conseguir que les atiendan primero, como acercarse a la barra por un lado con cara de despistados y fingir que miran algo, y mientras la camarera hace un café le susurran el suyo.
Claudia siempre tiene el aspecto de quien se acaba de caer de la cama y no entiende por qué le han puesto a servir cafés, cuando quien de verdad necesita uno es ella. Tiene el gesto despistado, de mirada perdida y movimiento torpe, que en alguna gente inspira ternura y en otra un odio visceral. Cuando llego, una vez ha pasado el temporal de gente, la cafetería es desoladora y huele a café derramado. Las mesas tienen tazas apiladas y restos de pan con tomate porque hay gente que desayuna sin hambre y otra a la que se le quita cuando piensa en subir otra vez. Claudia recoge muy despacio un caos que le supera y a veces da un poco de lástima.
Esta mañana esperé junto a la barra a que me sirviera el café. Me hablaba mientras cargaba la cazoleta y ponía la taza. Empezó a sonar el zumbido monótono y atronador del molinillo de café y se calló porque no nos oíamos. La miré mientras calentaba la leche y vi que se quedaba absorta, con la vista clavada en la jarra metálica. El café se empezó a desbordar de la taza y Claudia no se daba cuenta. Cuando por fin miró y vio el desastre, dio un salto y corrió a pararlo y a poner uno nuevo.
-Es que le doy al botón de automático y me olvido de apagarlo.
Me lo puso y me confesó:
-La leche hace un remolino cuando empieza a subir la crema, y gira a toda velocidad. Me quedo como hipnotizada mirándolo. Entre eso y el ruido constante, me voy a otro sitio.
Le dio un poco de vergüenza contármelo, pero como no dije nada, sólo sonreí y probé el café, se debió sentir a gusto. Bajó un poco la cabeza y siguió, en tono de confidencia.
-Es que, desde que era pequeña, me invento historias en mi cabeza. Son prácticamente las mismas que entonces, apenas han variado, pero las repaso mentalmente, y me distraigo. Tienen sus personajes y eso, y me las cuento una y otra vez, añadiendo detalles, quitándole otros.
Me hizo gracia averiguar dónde está cuando devuelve el cambio mal o cuando se mueve con parsimonia detrás de la barra mientras desde el otro lado le lanzan dardos de estrés. Pensé que en cierto modo estaba bien, si conseguía que esas historias fueran mejor que su vida siempre tenía un sitio mejor al que ir. También se lamentó porque le daba la sensación de perderse cosas. Le dije que no se torturara con eso.
-De hecho, a veces, cuando conozco a alguien que me gusta, voy siempre un paso por delante. Me imagino cómo puede ser y me invento la relación. Dónde comemos, cómo dormimos, las peleas, las fiestas... La realidad es siempre peor a lo que me imagino, así que a veces me quedo con eso porque en mi fantasía no hay fracaso posible.
-Pero a la mañana siguiente te sigues levantando sola.
-Sí, eso sí.



martes, 20 de marzo de 2012

20.


Mi padre me decía entonces que ya no las hacían como antes, y yo ahora digo que ya no las hacen como entonces.
¿Qué dirán de nosotras mañana?


sábado, 10 de marzo de 2012

19.




Ayer un amigo me confesó que se había portado mal. A propósito de un proyecto de investigación en internet, se creó un alter ego y empezó a generar contenidos haciéndose pasar por una mujer. La idea de su travestismo era hacer que, a través de un falso diario, otra gente se enganchara a él. Necesitamos de las vidas de otros para darle sentido a las nuestras. Es una necesidad de ficción que por una parte nos dice que no estamos solos, y por otra que somos únicos. Necesitamos creer que hay gente mejor que nosotros, pero que están a nuestro alcance. No es muy diferente a lo que lleva haciendo el arte a lo largo de la Historia. El cine, la literatura, el teatro se nutren de eso. Están para tranquilizarnos, para asegurarnos que todas podemos ser Olivia Newton John, Lady MacBeth o Jackie Kennedy; nos dicen que estamos muy cerca y también muy lejos, y eso le da un poco de sentido a nuestras vidas. También tiene mucho que ver con todo el boom de la telerrealidad de hace unos años; despojando al concepto de cualquier clase de glamour, sustituyéndolo por pornografía.
Mi amigo intenta llevarlo, de una forma pequeña, a Internet, donde el anonimato nos convierte a todas en Cyrano de Bergerac. Y lo ha hecho con la mala pata (¿o mala idea?) de que un amigo suyo se ha enamorado de él/ella. Le encontró por casualidad, se enganchó, y en seguida le empezó a escribir. Primero de una forma casual, después con un flirteo más o menos sutil. Quién no ha utilizado la seguridad de la red para hacer algún comentario en un blog que no habría hecho nunca en persona, o para soltar algún piropo sólo por el morbo de flirtear. En Internet todo es posible, igual que todo es imposible. Me dice que al principio le hacía gracia y que no daba crédito; que tu colega te esté tirando los trastos, aunque en realidad no sea a ti, es raro. Luego, después de darle un poco de cancha, se sintió fatal. Decía que en el fondo le estaba decepcionando. A mí la idea me pareció brillante. Crear algo desde un anonimato tan puro que nadie sepa quién eres, y que hasta tu propia madre se pueda llegar a enamorar de ti, tiene muy mala leche, pero a la vez es genial. Todos vivimos expectativas que nunca se cumplen, y construimos nuestras vidas sobre unos cimientos que son falsos; creemos en cosas que sabemos que son mentira, pero nos ayudan a levantarnos por la mañana, a soportar las ocho horas de oficina rodeados de imbéciles, y luego volver a casa a la soledad de la espera del día siguiente. La mentira para salvar vidas; el mentiroso convertido en filántropo.
Y a la vez me dio muchísimo miedo. ¿Y si todos los avatares de internet son falsos? ¿Y si nos pasamos hablando con gente imaginaria, como cuando éramos niños, horas y horas de nuestros días? ¿Y si yo también soy mentira?

martes, 6 de marzo de 2012

18.

Autorretrato de la niña (III)




Claudio era el dueño de la tienda de ultramarinos del pueblo. María y yo íbamos siempre corriendo después del colegio y nos regalaba un bollo que teníamos que esconder al salir porque Esperanza, su mujer, se ponía en la puerta para vigilarle. Luego íbamos a comerlo al poyo que daba al valle y casi no hablábamos hasta terminarlo. A veces me dejaba una puntita y la ponía sobre el murete para ver cómo se convertía en una masa negra de hormigas en cuestión de minutos. Cuando era pequeña no me daban asco los bichos y ahora sí. A las seis menos cinco pasaba el tren de Cercanías y a veces bajábamos a la vía a colocar monedas; un viejo truco que nos había enseñado mi madre. Nos escondíamos para verlo pasar y volvíamos corriendo a recoger las pesetillas, ahora láminas finísimas y el doble de grandes. Una vez, María trajo unas cucharas de su casa e hicimos el juego con ellas. Cuando las recogimos parecían matamoscas, y mereció la pena la bronca cuando nos descubrieron. Poco después me moriría por escapar de aquel infierno de pueblo y ahora sólo tengo estos recuerdos. Sé que son falsos y que la nostalgia es mentira; que si volviera no vería el momento de salir corriendo otra vez. Elena me decía el otro día que echaba de menos su infancia, que la infancia es pura. Yo le dije que echaba el bollo a las hormigas, y luego le daba un pisotón.